LAS DOS FRIDAS
Angélica Arreola Medina
Ciudad de México, México
Había conseguido una beca para estudiar
su doctorado en Letras, en la Universidad de la Ciudad de Nueva York. se
instaló en un departamento compartido, con Tania, una chica brasileña, que
estudiaba Arte. Esa noche se inauguraba la exposición de Frida Kahlo, en el
Museo de Arte Contemporáneo. Como mexicana, quería observar la recepción de la
pintora mexicana en aquella ciudad cosmopolita.
Se detuvo frente a un cuadro de gran
formato, “Las dos Fridas”: ambas se encontraban sentadas, tomadas de la mano;
una con vestido blanco, de encajes, de estilo europeo, otro de gran colorido,
oaxaqueño; representando dos culturas y dos tradiciones. Sobre las blusas, los
corazones expuestos, palpitantes, de donde emana la arteria, el hilo rojo que
los une y sobre la falda blanca, las tijeras que rompieron ese corazón.
Ahí la conoció, era alta, de rasgos
finos, traía consigo una copa de vino y la mirada brillante. Tania se la
presentó, Marisa era su maestra, sabía mucho de pintura, le explicó que Frida
Kahlo pintó ese cuadro cuando se separó de Diego Rivera y su corazón se
encontraba escindido, que expresaba la dualidad de su sufrimiento: el del cuerpo,
por sus múltiples enfermedades y el de su alma, contradictoria; así como su
origen europeo y su identidad mexicana.
Nunca se imaginó la atracción que
ejercería sobre ella; había tenido en México algunos novios, nada de
importancia. Marisa era una mujer madura, tenía 55 años, pero la vitalidad que
la caracterizaba, la hacía parecer de menos, ella cumpliría apenas 30. Fueron a
tomar una copa, hacía mucho frío, le acomodó la bufanda, no se volvieron a
encontrar.
Dos años después, regresó a México. Una
tarde, en un tianguis de artesanías la volvió a ver. Marisa, fina y elegante
como siempre, la invitó a comer, tomaron vino charlaron de pintura, música y
literatura, luego la invitó a su departamento, le quitó suavemente la blusa
bordada que había comprado en Michoacán y se amaron hasta el amanecer.
Era un amor imposible. Marisa estaba
casada, la diferencia de edad, además, sus padres nunca aceptarían esa
relación; sin embargo, ya la amaba. Marisa volvió a Nueva York y ella continuó
con su vida, daba clases en la universidad, en ocasiones asistía a galerías y
exposiciones con la esperanza de volverla a encontrar.
Tiempo después se enteró que Marisa
había muerto. Se había suicidado, cortándose las venas, un hilo rojo de
sangre llegó hasta el piso. Sólo entonces comprendió que era la única manera de
separarse.
El
destino, que las unió como la arteria, el hilo rojo de “Las dos Fridas”, las
separó con ese fino hilo rojo que escurría entre sus dedos.
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